sábado, 13 de abril de 2013

LA PRÁXIS LESBICO-FEMINISTA



CAMBIAR EL PSICOANÁLISIS POR EL ANÁLISIS Y LA PRÁXIS LESBICO-FEMINISTA 
UNA REFLEXIÓN PERSONAL SOBRE MI HISTÓRIA Y PRÁCTICAS DE VIDA

Comparto este escrito de hace un par de años
y se lo dedico a Tatiana Quiñonez 
por ofrecer pedazos de sí misma para cambiar el mundo
por el continuo lesbiano que nos hace bailar.



¿Sobre qué escribir? ¿Desde dónde analizar y poner en juego las categorías y temáticas abordadas en el curso de teorías lésbico-feministas? Estas son las preguntas iniciales que me hice  para escribir este ensayo. Sin embargo no son las preguntas más importantes, no son los cuestionamientos que me aguijonean cada vez que salgo de clase o que me tuercen mientras leo los textos propuestos. Muchas veces he escrito sobre alguna situación, fenómeno social, cultural o histórico que he considerado interesante usando los conceptos y teorías para analizarlos, pero en esta ocasión, cada vez que reflexiono sobre la heterosexualidad obligatoriala clase de mujeres, el régimen político heterosexual, en la diferencia sexual  y sobre todo en la existencia lesbiana lo que primero se me presenta, lo que se manifiesta más vivazmente es mi propia existencia, mi historia, mi vida, mis fantasmas, mis matices, mis miedos y sobre todo mi vergüenza. Voy a asumir el riesgo de escribir sobre mí.

1.       HACIA LA CONCIENCIA POLÍTICA: LA CIENCIA DE LA OPRESIÓN

Teniendo en cuenta que todas podemos reflexionar sobre nuestra vida para percibirnos y transformarnos, no todas contamos con herramientas de comprensión que nos posibiliten ser libres, y por esta razón muchas veces estos intentos de análisis refuerzan y justifican las prácticas de vida que nos oprimen. El psicoanálisis, una de las herramientas más sofisticadas y confiables, es un buen ejemplo de ello; este discurso que dinamitó los pilares de la conciencia moderna y su hegemonía, a su vez fijó las bases de un nuevo discurso de poder totalizador que haciendo uso del complejo de Edipo y y la envidia del pene nos impide comprender políticamente nuestra opresión como mujeres “reduciéndola a meras figuras del discurso” (Witting: 2006, 48) contribuyendo a naturalizar un orden de cosas en el que vivimos como seres de segundo orden.

Por esta razón lo que pretendo aquí es interpretar algunas de mis experiencias significativas de vida teniendo en cuenta que si “las mujeres son producto de una relación social” (Witting: 2006, 39) necesito comprender qué tipo de relaciones moldearon mi subjetividad y me incorporaron a la clase de mujeres. De este modo, por medio de los aportes conceptuales y prácticos de las teorías lésbico-feministas quiero llevar a cabo “una práctica subjetiva, cognitiva. Este movimiento de ida y vuelta entre los dos niveles de la realidad (la realidad conceptual y la realidad material de la opresión, que son ambas, realidades sociales)” .Quiero participar de lo que Witting denomina “La ciencia de la opresión, creada por los oprimidos”. Esta operación de entender la realidad y que tiene que ser emprendida por cada una de nosotras para conseguir transformarla (Witting:2006, 42).

2.       FLASHBACK: HACIA LA INFANCIA Y LA ADOLESCENCIA

Soy de una provincia que excedió el lugar en el que nací y del que es mi familia. Un lugar en el que la música es el escenario de un baile en el que se exhibe a una mujer hábil, fuerte y flexible, una mujer que sigue con sutileza el mando del recio macho, el del paso fuerte, el del zapateo sonoro. Ella recibe los fuertes sacudones que quedan contenidos en su cuerpo, los absorbe, los resiste y los transforma en colorido movimiento cuando los disuelve en sus piernas silenciosas, que extendidas hasta sus pies rozan el suelo generando susurros para el viento.

Esos llanos y sus horizontes me han acompañado siempre, los sonidos del arpa y el galopar simulado por los capachos son sensaciones adorables que se precipitan hacia una cultura machista que me violenta desde las entrañas. Nací en  Villavicencio y vivo en Bogotá desde niña, fui criada por mi abuela y mi abuelo paterno quienes cuidaban de mi hermana y de mí mientras mi madre y mi padre trabajaban. Sumisa acaté las jerarquías familiares y los roles sexuales transmitidos por mi familia, los vivía cabalmente porque quería ser buena e ir al cielo, sobre todo después de la muerte de mis abuelos la idea de un paraíso en el que volvería a verlos me pareció maravillosa. Por fortuna la pobreza se instaló en mi casa y la necesidad me permitió participar de las responsabilidades económicas de mi hogar, junto a ello el lema de “salir adelante” me llevaron a abrazar mis deberes de estudiante y un lugar como trabajadora de manera persistente, a los 13 años trocé los deberes domésticos por los de producción.

Creo que no era una estudiante brillante, más bien obediente, disciplinada y responsable, amaba estudiar y acompañaba mi carácter solitario con la lectura de los textos escolares que tenía a la mano, no me interesaba por hacer amistad con mis compañeras o compañeros de colegio, aunque me estuviera sola o aburrida yo sentía que pertenecía a otro mundo, pues los pocos intentos de interacción que emprendía eran un fracaso, no me entendía con mis pares de edad pues para mí ni las fiestas, ni las revistas, ni la televisión ni los novios me iban a ayudar a conseguir ese añorado “salir adelante” en el que mi familia y yo estábamos empeñados.

Mi mamá trabajaba como secretaria y madrugaba para preparar desayuno y almuerzo, mi padre, que padecía dos dolorosas hernias discales y yo nos levantábamos a abrir la tienda, él se quedaba trabajando y yo me iba al colegio. Al medio día cuando regresaba, remplazaba a mi papá a quién muchas veces encontré petrificado por el dolor, yo me instalaba como una tendera hasta la hora del cierre, mi papel no era el de colaboradora, era mi responsabilidad, mi padre no podía hacerlo y mi hermana estaba estudiando, así que yo tenía ese deber, y en esa relación con la materialidad, en esa condición  de clase fue que comencé a experimentar mi condición como mujer.

Atender la tienda fue mi primer trabajo, y allí los manoseos, el acoso, la dificultad para que me tomaran en serio, en resumen, para que me respetaran, fueron la declaración social de que yo era algo inferior. Para mí siempre fue claro que no era por mi edad (por lo menos no fundamentalmente), pues tenía varios compañeros de colegio que eran trabajadores, ellos se desempeñaban como ayudantes en los talleres cercanos o, al igual que yo, trabajaban en negocios familiares o de rebusque, la diferencia entre nosotros era que ellos no tenían que atajar manos, no enfrentaban el riesgo del abuso, del manoseo ni la violación.

 Pensando en esas violencias que en ese momento padecía puedo comprender la doble dimensión material de la opresión social que recae sobre las mujeres de forma colectiva y que yo experimenté de forma individual, no somos vistas como personas, más bien somos sexualizadas a priori y sin herramientas para enfrentarlo nos constituyen en objetos sexuales y nos invisibilizan como personas, desde niñas las instituciones escolares nos visten con incómodas faldas que restringen nuestro movimiento, que limitan nuestro espacio y que nos exhiben, nos cosifica, nos dispone para otros:
“La categoría de sexo es producto de la sociedad heterosexual que hace de la mitad de la población seres sexuales donde el sexo es una categoría de la cual las mujeres no pueden salir. Estén donde estén, hagan lo que hagan (incluyendo cuando trabajan en el sector público) ellas son vistas (y convertidas) como sexualmente disponibles para los hombres y ellas, senos, nalgas, vestidos, deben ser visibles” (Witting: 2006, 27).

Sin embargo, lo que definitivamente me permitió percatarme de que era “Mujer” no fueron solo las violencias que padeció mi cuerpo, además de esas prácticas sistemáticas de imponer la sexualidad masculina sobre las mujeres y que A. Ritch denomina “fuentes del poder masculino” (RITCH: 1999,172), también hicieron parte de este enclasamiento los discursos y la teoría.  Siempre me ha gustado la historia y la política, cursaba el octavo grado y amaba mi clase de sociales, la profesora de esa asignatura me regaló un libro de historia y leer ese libro fue algo desolador, descubrí que las mujeres no habían hecho nada importante durante la historia,  me di cuenta de la inferioridad de las mujeres, inferioridad  que se re-afirmaba al ver a las mujeres de mi entorno: tontas, pequeñas, lloronas. ¡Yo no quería ser eso! ¡Ni siquiera soportaba estar con ellas! Así operaron en mi “los efectos de la apropiación sobre el cuerpo (…) que tienen su origen en el campo abstracto de los conceptos” (Witting: 2006, 17).

No me gustaba ser “Mujer”, y la primera marca de serlo era ese incómodo y voluminoso cuerpo que salía del espejo todas las mañanas. Lo escondí, anchos pantalones, grandes camisas y calientes gorros me hicieron invisible. Estaba bien así, aunque muchas veces la soledad me tratara de hacer llorar y tuviera que correr hacia los brazos de mi papá para que en su amor me acompañara, con mi madre eran dolorosos silencios invadidos por el reproche de que ella también era “Mujer”.

Luego cambiamos de barrio y cerramos la tienda, el “salir adelante” nada que se lograba y cada vez era más difícil, mi papá sin trabajo y enfermo se dedicó juiciosamente a tomar, mi mamá trabajaba tanto como podía y paralelamente a sus esfuerzos se hacía más amargada, yo me enfermé y ahora el asedio provenía de inesperadas convulsiones que me llenaron de miedo e impotencia. En estos difíciles momentos mi hermana, quién para mí no era ni “Mujer” ni “Hombre”, era quién cuidaba de mi dejándome pensar que era yo quien la protegía a ella, creo que ella es mi primera experiencia de continuo lesbiano, ese fue el primer y más intenso momento en el que compartimos “una vida interior rica”, en el que unidas asumimos los riesgos sociales de ser “Mujer”, en el que “dimos y recibimos apoyo práctico” (RITCH: 1999, 188).

Me daba miedo dormir sola, así que ella se quedaba conmigo, en las oportunidades que tuve ataques nocturnos o estados catatónicos ella aprendió a no llamar a mis padres, no sé que hacía mientras yo estaba inconsciente, pero cuando retomaba la conciencia ella, para calmarme, me quitaba la camisa, me acostaba boca abajo y me acariciaba la espalda hasta dejarme dormida. Yo tenía ya 15 años y ella 12, ese lazo que establecimos en ese entonces no pertenecía a ningún tipo de relación nombrable, era amor y cuidado fuera de normas, roles o relaciones establecidas, yo no quería que ella pasara por las cosas que yo había padecido y solo ella sabía cómo ayudarme, andábamos juntas y compartíamos muchos miedos y silencios que llenábamos de canciones, de baile, de abrazos y caricias. Luego, cuando fuimos de nuevo hermanas, cuando ese rol se apoderó de nuestras vidas nuestra relación cambió y una distancia inmensa que hasta ahora no terminamos de acortar se instalo entre nosotras.

Luego, en la universidad, con 16 años, en medio de una facultad conformada por 150 “hombres” y 4 “mujeres” un profesor me empujó hacia un tránsito contrario, en la primera clase de filosofía antigua iniciando primer semestre me dijo:- ¿Usted que hace aquí? ¿No sabe que las mujeres piensan a  plazos?. Sentí como se me calentaba la cara, como tensaba mi rostro, no dije nada. “Mujer” igual a vagina –pensé. 

Decidí entonces  hiperbolizar mi “ser-mujer”, cambié los pantalones por largas faldas, dejé el cabello suelto, me puse anillos, aretes y cuanta chuchería femenina se me ocurriera. Bien, ahí tenían a la “mujer” que marcaron, y que “pensando a plazos” estudiaba para controvertir, para destruir al “Hombre” que pretendiera exhibir su superioridad frente a ella. Hiper-racional era una no-mujer, olvidé mi vagina y asfixiaba cualquier sentimiento de amistad con compañeros y profesores. Me dediqué a leer, escribir, exponer, investigar, pensar, y me propuse hacerlo “mejor” que ellos desde el cuerpo de una “mujer”; me hice, más que rigurosa, mordaz, más que disciplinada, obsesiva, era implacable, soberbia, odiosa y solitaria. Aristóteles, Santo Tomás, Kant, Nietzsche y Schopenhauer entre otros, contribuían en alimentar la rabia que sentía algunas veces contra los hombres pero la mayoría contra mí por  “ser mujer”.

Asexual y misógina en séptimo semestre conocí a Simone de Beauvoir. Me reconcilié conmigo y con las denominadas mujeres, comprendí que no había nada de substancial en mujeres y hombres más que una constante dominación de estos sobre aquellas a lo largo de la historia. Me nombré como feminista pero sin la suficiente conciencia caí en la más aplastante de las dominaciones: “el contrato heterosexual” (Witting: 2006, 70)

3.       TOCAR FONDO: EL CONTRATO HETEROSEXUAL

A los 20 me fui de la casa, me enamoré, y repetí la vida que desdije cuando vivía con mis padres, con esta experiencia completé “el doble aspecto de la opresión de las mujeres: la apropiación privada por un individuo (marido o padre) y la apropiación colectiva de todo un grupo (…) por la clase de los hombres”. (Witting: 2006, 17). Pasé de ser la propiedad de mi padre a la de otro hombre, calqué el modelo de abnegación de mi madre y la actividad doméstica me atropelló, una vez se me estalló una olla que cobro pedazos de mi piel y en otra ocasión por lavar el baño terminé con un bronco espasmo que casi me mata asfixiada. Lo irónico es que estas terribles experiencias en vez de mostrarme que las labores del hogar no son inherentes a las mujeres me hizo sentir incapaz, culpable y comencé a incorporar cuidadosamente en mi las labores de cuidado, reproduciendo los roles sexuales sin ningún reparo, en la inconsciencia ¿cómo fue posible que pudiera enajenarme de mis convicciones feministas para encarnar el patético rol de la mujer de alguien?

Compartí dos años de mi vida con una clase de “nuevo hombre” que luego definí como “macho ilustrado” que se apropió de mi vida por medio no propiamente del matrimonio pero sí de un contrato similar como el de la unión libre, en el que una se responsabiliza del otro y cede sus espacios y propósitos por un supuesto proyecto en pareja que resulta siendo más bien la expresión particular del régimen heterosexual en que todos los privilegios masculinos y las “femeninas carencias emocionales” actúan sobre la vida de una para que renuncie a sí misma y se constituya en lo que Beauvoir denominaba ser para otro

Ese es el momento de mi vida en el que la frustración, la tristeza y la fragilidad me habitaron casi por completo, racionalmente podía tener algunos distanciamientos que me permitían ver que había perdido el rumbo, que había envolatado mi vida y que estaba siendo subordinada, pero en ese momento lo que entendía por feminismo en vez de liberarme hacía que por vergüenza no reconociera, no aceptara y no decidiera cambiar las cosas. Ese tipo de relaciones de dependencia afectiva podía comprenderlas en otras mujeres, pero ¿Cómo era posible que yo que había tenido la oportunidad de conocer el feminismo, que toda la vida había andado solitaria rebuscándome la vida, que había conquistado esforzadamente una independencia económica en ese incansable intento de “salir adelante” estuviera en tan patética situación? ¿Qué pasó en mi pensamiento y en mis emociones que no reaccioné frente a la violencia simbólica e incluso el golpe como si de algún modo mi pasividad la justificara?

Hasta hace muy poco me sentía culpable y avergonzada por haberme permitido semejante desvío, pero ahora comprendo que no era un problema individual, que no era una incapacidad de mi personalidad para resolverse pues  “El adoctrinamiento en la credibilidad y el status masculinos pueden todavía crear sinapsis de pensamiento, negación de sentimientos, confusión de deseos con realidad y una profunda confusión sexual e intelectual” (RITCH: 1999, 185) Comprender esto me permite reconciliarme conmigo.

4.       PROFUGA Y FUGITIVA: LA IDENTIFICACIÓN CON MUJERES COMO FUENTE DE ENERGÍA

En medio de la “hipocresía e histeria del diálogo heterosexual” en el que se encontraba mi vida, un viernes en la noche en un bar me encontré a Victoria, una amiga que como yo había llevado una insoportable vida conyugal, esa noche la vi feliz, radiante, me contó que había dejado al tipo. Yo había intentado separarme incontables veces pero el chantaje, la manipulación, el asedio y el miedo ganaban, verla a ella me nutrió de deseo de mí, de recuperar mi autonomía, mi cuerpo, mi sexualidad; me volé al lunes siguiente sin despedidas, sin llantos y sin soledad porque cierta energía y fortaleza se habían apoderado de mí.
Ese espacio que había abierto en mi vida se llenó de amigas junto a las que deconstruí esa relación en la que me había extraviado de mi, esa experiencia de compartir con otras, de hablar de las experiencias y de los dolores que sentíamos me permitió comprender que lo que me había sucedido no era un asunto particular sino una experiencia social, producto de la nefasta forma en la que desde niñas nos habían socializado, pasé de abstractos temas filosóficos y políticos a politizar mi vida privada y por lo tanto a situarme críticamente en la vida social. Esta experiencia me permite corroborar que “todas las mujeres (…) existen en un continuo lesbiano, podemos vernos entrando y saliendo de este continuo, nos identifiquemos o no como lesbianas” (RITCH:1999, 191)

Mientras esas primeras amigas retornaban a nuevas relaciones que nos alejaban unas de otras yo construí un cuerpo de inamovibles en mi vida para no volver a ser la mujer de nadie, para resistirme a la sexualización que en la calle, el trabajo y la cotidianidad quiere imprimir sobre mí la mirada sexista de la sociedad y que dolorosamente se encarna en las personas de mi alrededor. Esos cuestionamientos personales que me sacuden a diario me llevaron a plantearme tareas intelectuales de comprensión de una realidad social que desde niña me ha incomodado, por eso ingresé a la maestría, este ha sido un espacio maravilloso en el que comparto con mujeres aún más críticas: compañeras, profesoras y autoras que me ayudan a estar vigilante y que me impiden permanecer en los espacios normativos que cotidianamente pretenden cercenarme. Esta ha sido mi “experiencia de subjetivación” una forma de habitar el mundo que me vuelve otra. (Espinosa:2007, 127)


La existencia lesbiana de mis amigas cuestionó profundamente mis relaciones heterosexuales como preferencia sexual, me permitió identificar todos los dispositivos por medio de los cuales mi cuerpo, mi deseo, mi sexualidad fueron moldeados para obligarme a amar y desear en los códigos del régimen heterosexual. Asumí la liberadora angustia de reconocer que las identidades respecto a la sexualidad y el deseo son inestables, pensé en las mujeres que he deseado, de las que me he enamorado pero sobre las que me habían enseñado a pensar que era asunto de amistad, de admiración, de femenina ternura y no de placer y erotismo. De repente recordé a la mejor amiga de infancia y a esas ganas de llamarla, de compartir con ella, de la compincheria, en las cartas y regalos; en la tristeza profunda que se instaló en mi cuando encontró otra mejor amiga, me pregunté de repente ¿Acaso eso no es enamorarse?

Pienso en la misoginia que las violencias simbólicas y físicas contra las mujeres instalaron en mi, y que en vez de enfilar mi ira contra los opresores lo hice en contra de las mujeres y de mi misma. La rivalidad entre mujeres es hace parte de los mecanismos para apropiarsen de nuestros cuerpos, deseos y sentimientos y es un asuto frente al que siempre una debe estar vigilante. Todas estas reflexiones me posibilitaron evidenciar mis trayectorias de tránsito, de bisexualidad y de asumir prácticas como lesbiana-política, de analizar no solo mis opresiones sino de reconocer mis privilegios como blanco-mestiza, como asalariada, de estar pendiente sobre cómo me relaciono con otras, porque la heterosexualidad no es solo un asunto de con quién una se quiere acostar sino del tipo de relaciones de subordinación, de propiedad que se instalan en todas las relaciones erotico-afectivas e incluso en las de amistad y en las que la exigencia de fidelidad, los celos, la rivalidad, el romanticismo, las espectativas y las inseguridades son expresiones de la educación propia al régimen heterosexual blanco-burgués.

En esto consiste mi joropo, me exhibo con movimientos sutiles y también desde el zapateo sonoro,  desde un cuerpo que se traga los fuertes sacudones para contenerlos, sostenerlos y luego lanzarlos con violencia, haciendo estallen y propaguen colores inesperados, fosforescencias que encandelillen, que incomoden. Mis pies se han hecho pesados, ya no pueden producir susurros, más bien raspan el suelo, hacen ruido, a veces se lastiman, sangran, pero cuando las heridas se secan ellos se hacen más recios.   

Bailo para apropiarme de un cuerpo colonizado desde siempre, un cuerpo que desde sus límites es a la vez mi posibilidad de ser, un cuerpo que me interpela, que me cuestiona, que cuando es negado se resiste y se afirma dolorosamente, un cuerpo con matriz, un útero que ahora enfermo se burla de mi, de mis afirmaciones, de mi negación como bio-mujer,  que mientras estoy extendida con las piernas abiertas para un examen médico, se carcajea, se ríe de mis miedos, de esa existencial angustia que produce la muerte, de los arrepentimientos que una siente cuando se piensa en ella. Justo en este momento siento mis pies torpes, mis piernas cansadas, pero he decidido que no voy a dejar de bailar.




BIBLIOGRAFÍA
Rich, Adrianne (1999) La heterosexualidad obligatoria y la existencia lesbiana. En: Navarro, M. y Stimpson, C. (Compiladoras) Sexualidad, Género y Roles Sexuales. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. 
Wittig, Monique (2006) El pensamiento heterosexual y otros ensayos. Madrid: Editorial Egales
Espinosa, Yuderkys (2007) La relación entre feminismo y lesbianismo. En: Escritos de una lesbiana oscura, reflexiones críticas sobre feminismo y política de identidad en América Latina. Buenos Aires, Lima: En la frontera.
Jeffreys, Sheila (1996) La creación de la diferencia sexual. En: La herejía lesbiana. Madrid: Ediciones Cátedra


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